• Doña norma culta y la riqueza de las malas palabras

    Un quilombo


    -¡Esto es un quilombo! -exclamó el estudiante, abrumado por la tarea que le acababan de encomendar.
    -¡Cómo! -se escandalizó la preceptora.
    -¿Qué dije? -preguntó con inocencia el estudiante.

    Claro, el estudiante usó lo que para la norma culta es un vulgarismo que refiere al “lío, barullo, gresca, desorden” y que tiene como referente original el prostíbulo. Como, al menos hasta hace unos años, preceptores/as, directores/as y profesores/as chapados a la antigua se erigían como guardianes de la norma culta, que los estudiantes usaran algún vulgarismo significaba una afrenta al buen gusto. Mejor era usar ese lenguaje “en la cancha”. Entonces, la cancha, o los espacios públicos abiertos como el recreo, eran los lugares o momentos en que se podían permitir algunos excesos. Pero de ninguna manera en el espacio sagrado del aula, y ni se les ocurra en la dirección. Cómo le habría quedado la cara a la preceptora si el estudiante le hubiera dicho que “quilombo” proviene del lunfardo, y que originalmente era una palabra portuguesa, de origen africano, que designaba los lugares donde vivían ex esclavos que se habían rebelado y huido del régimen esclavista. ¡Nada menos que una palabra repleta de heroísmo libertario! Es que una y otra vez la estrechez de la norma culta choca contra la riqueza y potencialidad del sistema lingüístico que reside en nuestra mente (unidad mente-lengua). Los seres humanos estamos dotados de esta habilidad maravillosa para crear palabras y variaciones de palabras, y la historia va transformando sus significados al ritmo de los cambios sociales y políticos. Al mismo tiempo se crearon instituciones que intentan normativizar los usos, pero siempre quedan en posición adelantada, para usar un término futbolero.

    La riqueza de las malas palabras


    El inmortal Fontanarrosa ya había puesto el acento en la riqueza de las consideradas “malas palabras” y los contextos distintos en que se usan. En la revista Barcelona de hace un par de semanas hay una sección dedicada a este nuevo fenómeno social que los medios reproducen con su mirada estúpida de siempre: floggers, emos, etc. Claro que los barcelonenses encontraron nuevas clasificaciones no exentas de humor corrosivo: los naders (que no hacen nada), los graners (caracterizados por sus erupciones faciales), los chombers (por la chomba), los udos y los otudos. Estos últimos diferenciados porque hacen udeces u otudeces. ¿Y qué diferencia una boludez de una pelotudez? Sigamos al genio rosarino y digamos que una boludez es una macana más o menos liviana y una pelotudez es algo mucho peor. Decimos “qué boludo” cuando nos olvidamos de comprar los fósforos en el supermercado y justo se están por acabar (y encima era el día en que hacían el descuento con la tarjeta de débito). Pero guardamos el “qué pelotudo” (que viene muchas veces con manos en la cara) para cuando además de olvidarnos los fósforos nos olvidamos la hornalla de la cocina encendida (que siempre pierde gas) y tenemos de visita al tío payaso que se tira pedos y pone un encendedor para que salga una llamarada.

    Continuará...
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    Desde el año 2007 publico cuentos y novelas de literatura infantil y juvenil en editoriales como Edelvives, Macmillan o Urano, y revistas como Billiken.